La semana pasada me uní a algunos de los educadores de movimiento más brillantes que conozco en la reunión cumbre de Yoga Tune Up en Ojai California. El tema de la cumbre fue la narración de historias. Durante esta cumbre escalé una cima interna y encontré el valor para compartir una de las experiencias más formativas de mi vida con mis compañeros y maestros. La historia que compartí, como muchas de las historias de mis compañeros, se trataba del autodescubrimiento a través de la exploración del dolor personal. Aquí está una versión más larga de la historia que compartí con mis compañeros maestros:
Durante el verano del 2011, dejé Nueva York durante varios meses y regresé a la casa de mi infancia en Wisconsin. Me fui para cuidar a mi madre, quien, después de vivir una vida de 66 años dedicada al amor y a servir al prójimo, optó por morir en casa auxiliada por especiales cuidados paliativos para vivir los últimos meses de su batalla contra cáncer uterino.
Yo soy su menor y única hija. En esos últimos meses me convertí en su enfermera y protectora. Durante este tiempo pospuse mi propio dolor, permitiéndome sólo breves momentos a solas. En estos momentos, me encontraba afuera en el muelle llorando en silencio en el lago cubierto de algas, un santuario de toda la vida para muchas de las alegrías y tristezas de mi infancia.
Mientras tanto, frente a mi madre y otros, enmascaré mi dolor para poder manejar más efectivamente el dolor de ella y de todos los demás. La estrategia de sofocar cualquier expresión de desesperanza, aunque imperfecta, funcionó como un medio de supervivencia para ejercer un papel para el cual me sentía deplorablemente mal equipada. Necesitaba una mente clara para preparar las dosis correctas de morfina; energía interminable para estar despierta a cualquier hora en caso de que ella necesitara usar el baño y simplemente sostener mi mano y platicar; necesitaba resoluciones amables para despedir a los amorosos visitantes cuando a ella se le agotaba su preciosa energía y necesitaba dormir. Aunque era tan imperfecta, la estrategia contuvo mi dolor para mejorar mi funcionalidad, y por el momento pareció funcionar.
Meses después del funeral de mi madre y el funeral de su madre – mi abuela murió días antes de que muriera mi madre – esta práctica de enmascarar mi dolor se volvió disfuncional. Al regresar a mi vida cotidiana en Nueva York procedí a llenar mi horario hasta el tope como un esfuerzo de mantener la tristeza en la costa. Rápida y notablemente, mientras me movía por las mociones de mi ocupada vida, este dolor reprimido y sin explorar comenzó a pasarle la tensión y disfunción a mis relaciones interpersonales. No me estaba permitiendo pasar por el duelo de la muerte de mi madre y mi abuela y esta tristeza reprimida me estaba llevando a actuar en maneras que herían a otros quienes seguían con vida.
Gratamente, con la ayuda y el aliento de mi gente más cercana, eventualmente busqué y encontré algunas estrategias para facilitar la incomodidad de sentir mi propia tristeza y lenta y metódicamente desenmascarar mi propio dolor. Encontré un terapeuta de duelo que me enseñó cómo verbalizar, muchas veces por vez primera, algunos de mis momentos más importantes y potentes de mi vida. Aprendí a apoyarme en mi esposo en maneras que nunca antes había hecho, y a explorar nuevas profundidades en mi capacidad de confiar. Y como quiso mi suerte, durante este tiempo, conocí a mi maestra Jill y me enteré del automasaje. En la privacidad de mi apartamento, rodé para sacar la tensión de mi cuerpo, que equivalía a compuertas impidiendo mi habilidad de pasar por el duelo. En el lado más ligero, las pelotas me ayudaron a sentirme mejor físicamente y a trabajar en algunas viejas lesiones relacionadas con yoga y deportes. Fue un viaje no verbal hacia mi interior, que implicaba un medio de expresión con el cual siempre me había sentido cómoda – el movimiento. Esta práctica de abrir camino a través de mi tensión física, y de explorar mi cuerpo a través de un profundo y terapéutico automasaje se convirtió en un gran catalizador al progresar en mi proceso de sanación así como en la manera en que transformé mi manera de enseñar yoga. Ahora enseño automasaje en casi todas mis clases, talleres y entrenamientos. No puedo dejar de compartirlo porque sé de mi primera mano qué tan importante y útil puede ser.
En la cumbre la semana pasada, la experiencia de ponerme de pie en un cuarto lleno de compañeros y maestros -por muchos de ellos siento un gran nivel de respeto y admiración y a muchos otros apenas había conocido ese fin de semana- en el mejor de los casos fue incómoda. Una descripción más precisa sería un terror que paraliza el corazón. La cuestión es que me paro frente a desconocidos para hablar publicamente todo el tiempo. Fui actriz de teatro y actualmente me gano la vida como maestra de yoga presentando regularmente entrenamientos de yoga y anatomía nacional e internacionalmente a completos desconocidos. Hablar en público no era el motivo de mi terror. Mi terror venía por enfrentar uno de los miedos que llevo más cerca de mi corazón, el miedo a dejar que los otros vean mi tristeza. Ponerme de pie para contar la historia de mi más grande pérdida fue un gran paso para sentirme cómoda con esta incomodidad. Se metió a través de las capas de mi identidad – ser vista como “fuerte”, “inteligente”y “capaz” – que como las algas, cubre el dolor bajo mi superficie. Para mí, mi tristeza siempre estaba en conflicto directo con cómo yo quería que otros me vieran.
Este ya no es el caso.
Mi mayor descubrimiento este verano fue aprender que tengo la capacidad de contar mis historias. Fue aprender el valor que requiero para poner palabras tanto a mis experiencias corpóreas e incorpóreas. Y así como la incomodidad física que viene de rodar mis músculos doloridos sobre pelotas terapéuticas de goma, sin duda habrá incomodidad emocional al compartir mis historias.
A mediados de agosto, en la época del año en que mi madre murió, es dificil andar en canoa sobre el lago por el cual crecí. Para llegar a cualquier parte, uno debe remar arduamente a través de la gruesa capa de algas que cubre la superficie. Pero con un poco de esfuerzo, las algas se rinden, y su desplazamiento descubre la superficie del agua, transparente revela la vida abajo y reflexivamente refleja la vida al mirar hacia adentro. Para mi, el automasaje y la narración de historias involucra procesos similarmente arduos que producen percepciones igualmente reveladoras. Y al igual que la experiencia que tuve en la cumbre, someterse a este proceso frecuentemente me muestra que mi pena más profunda nunca está muy lejos de mi más profunda alegría.
Aquí dejo un poema que encuentro útil al articular la idea que continúo entendiendo a través del movimiento, la terapia y la interacción humana:
Sobre la tristeza y la alegría
por Kahlil Gibran
Vuestra alegría es vuestra tristeza sin máscara.
Y de un mismo manantial surgen vuestra risa y vuestras lágrimas.
No puede ser de otro modo.
Mientras más profundo quepa el pesar en vuestro corazón, más espacio habrá para vuestra alegría.
¿No es la copa que contiene vuestro vino la misma que estuvo quemándose en el horno del alfarero?
¿Y no es el laúd que serena vuestro espíritu la misma madera que fue tallada con cuchillos?
Mirad en el fondo de vuestro corazón cuando estéis contentos;
comprobaréis que sólo lo que os produjo tristeza os devuelve alegría;
Y mirad de nuevo en vuestro corazón cuando estéis tristes:
comprobaréis que estáis llorando por lo que fue vuestro deleite.
Algunos de vosotros tenéis la costumbre de afirmar: “La alegría es mejor que la tristeza”;
y otros: “No, la tristeza es un sentimiento superior”.
Pero yo os digo que son inseparables.
Llegan juntos y cuando uno de ellos se sienta con vosotros a la mesa,
el otro espera durmiendo en vuestro lecho.
En verdad, estáis suspensos, como fiel de balanza, entre vuestra alegría y vuestra tristeza.
Sólo cuando os encontráis vacíos permanecéis quietos y equilibrados.
Así, cuando el que cuida el tesoro os levante para pesar su oro y plata,
es necesario que vuestra alegría y vuestro pesar suban y bajen.
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