¡La primavera finalmente ha brotado!
El fin de semana pasado disfruté plantar caléndulas e impatiens en jardineras de ventana con mi esposo, Nathan – fue nuestro primer intento de jardinería al aire libre, urbana. Estoy bastante impresionada con nuestra obra (bien, debo aceptar que él hizo la mayoría de las perforaciones). Nuestra ferretería de barrio tenía todo lo que necesitábamos – algunos tablones, abrazaderas, jardineras y un poco de pintura. Ninguno de los dos somos tipo Martha Stewart y tampoco particularmente diestros. Sin embargo, creo que hicimos un muy buen trabajo al unir con seguridad una serie de funcion-
ales jardines miniatura al costado de nuestro edificio de apartamentos. Todo esto sin dejar caer desde un sexto piso ninguna de las jardineras con tierra (aunque estuvimos cerca). Fue genial ensuciarnos las manos haciendo un poco de jardinería, incluso cuando sucedió en el piso de nuestra oficina.
Crecí viendo a mi madre cultivando su jardín. Hasta donde me alcanza la memoria, ella amó el hacer crecer cosas. Nuestra casa tenía plantas en casi todos los cuartos mientras que en el exterior había jardines dedicados a flores u hortalizas. La casa de mi abuela fue igual, con muchas plantas y jardín dentro y fuera. Ambas eran maestras de escuela pública con verdaderas manos jardineras. Parecía que el gusto por cultivar mentes y plantas corría en la familia. Parte de la habilidad jardinera de mi madre pudo haber venido del tiempo que pasó en la granja de sus abuelos en Cottonwood, Minnesota. Mis bisabuelos fueron granjeros. Tenían alrededor de 50-60 ovejas y cultivaban principalmente soja, maíz, avena y heno. Mi madre y sus hermanos pasaron varios veranos ahí en su infancia. Yo debí haber heredado algo de este amor por el cultivo ya que nuestro apartamento, al igual que los espacios de vida de mi madre y abuela, está lleno de cosas para cuidar y mantener vivas – plantas, peces y gatos. Y ahora tenemos estas jardineras de ventana que hacen las veces de ‘jardín exterior’, por así decir. Tener un jardín al aire libre ha sido una de las cosas que más he extrañado al vivir en Nueva York.
Recuerdo que cada primavera mi madre esperaba la jardinería. De mi época universitaria, recuerdo conversaciones telefónicas que tuvimos en esta época. Ella hablaba con detalle de sus grandes planes para la estación, de los bulbos que se le habían ido durante el invierno, de las plantas perennes – qué florecería y cuándo – así como de las plantas anuales que tenía en mente y que verdaderamente nos impresionarían. Ella era cuidadosa al arreglar sus flores para que, similar al cronometraje de un buen espectáculo de fuegos artificiales, floreciesen como una exhibición permanente y en constante cambio de color desenfrenado desde principios de primavera hasta finales de otoño. Ella prefería el estilo de la jardinería inglesa – que trueca la organización por un ambiete espontáneo. Si hicieses una comparación entre su manera de cultivar flores y la de criarnos a mis hermanos y a mí, el punto común sería el elemento de abundante juego libre no estructurado.
Mi esposo Nathan y yo nos casamos en Agosto del 2010. La Navidad anterior, anunciamos nuestros planes de boda y le pedí a mi madre que se encargase de nuestras flores. Ella tomó esta labor con gusto y empezó a planear cuáles flores cultivaría para que estuviesen listas para la boda. Con la ayuda de algunas de sus hermanas, cultivó algunas de las flores más hermosas para decorar nuestra ceremonia y recepción. Al recordar, veo que este fue uno de los regalos más significativos que recibimos. El regalo contenía dos tipos de experiencias – la primera, una breve, pero especial experiencia estética para todos los asistentes a la boda, la segunda, una experiencia personal más extensa para mi madre. Desde principios de esa primavera hasta ya entrado el verano, mi madre tuvo una motivación adicional para la jardinería y para mantenerse en contacto con sus hermanas para coordinarse. Estos momentos fueron increíblemente significativos cuando al año siguiente, en la primavera, fue diagnosticada con cáncer en etapa tardía.
Me regresé a vivir a Wisconsin ese junio para ayudar a mi madre a recuperarse. Acababa de comenzar con la quimioterapia. Mientras me acercaba a su casa, llegando por el camino de la entrada, distintivamente recuerdo sus jardines luciendo tan bellos como siempre – las perennes habían florecido totalmente. Sin embargo, había la sensación de que habían estado desatendidas por algún tiempo. Nadie las había desyerbado y necesitaban un poco de agua. Recuerdo haber entrado a la sala de estar y visto a mi madre por primera vez desde que me enteré que estaba enferma. Para entonces, ya había bajado mucho de peso y se había afeitado la cabeza antes de perder su cabello por la quimio. Mi hermano Andy comentó que se veía muy moderna y encajaría muy bien en Madison, la ciudad más liberal de Wisconsin. Todos reímos. Mi madre siempre fue conocida por su belleza pero nunca por ser delicada. Por primera vez vi también su lado frágil. En ese momento supe que haría cualquier cosa para cuidarla y mantenerla con vida, justo lo que ella siempre había hecho por mí.
Para apoyarla durante su tratamiento, una de las cosas que mis hermanos y yo decidimos que debía ser una prioridad fue la de mantener su patio y jardín luciendo hermosos. Mi madre no había tenido oportunidad todavía de plantar las anuales, así que en mi primera oportunidad, salí a buscar las más coloridas que pudiese encontrar.
Poco tiempo después, fui con ella a su última cita con el médico. La quimioterapia no estaba funcionando y era tiempo de considerar otras opciones. Mi madre optó por cuidados paliativos en el hogar. Me convertí en su principal cuidadora con la ayuda de mi esposo, mis hermanos y mi padrastro.
Para julio, su patio y jardines se veían particularmente descuidados. Todos estábamos llegando a un acuerdo con el hecho de que la perderíamos pronto. Yo le preguntaba frecuentemente, “mamá, ¿quieres que salga a hacer un poco de jardinería para ti?”Ella rechazaba amorosamente mi oferta. Mi madre, mucho antes de estos momentos, había empezado el proceso de desprendimiento. Yo, por el contrario, continuaba aferrándome. A pesar de mi oferta rechazada, una tarde calurosa de julio, salí a arreglar las cosas. Con rastrillo y carretilla, pasé algunas horas jalando las yerbas, arrojando mantillo, haciendo cosas en general, y algo desesperadamente tratando de mejorar la apariencia de su patio. En ese momento, pensé que mis esfuerzos eran por ella. Viendo hacia atrás, me doy cuenta que eran por mí. No podía soportar la formar en que lucían sus jardines. Me recordaron claramente a quién –sus flores, sus hijos– estábamos perdiendo. La vida continuaría sin mi madre, pero ni de cerca tan bien con ella. Su ausencia se sentiría en todo lo que había tocado y amado y cuidado. Su patio desatendido me recordó llanamente mi pérdida inminente.
Mi madre falleció unas semanas después. Murió en su sala de estar, rodeada de su familia, con la luz del sol brillando en su rostro. Fue una tarde hermosa de agosto. El lago estaba en calma, sus flores aún en flor.
La jardinería es un poco diferente en un apartamento de la ciudad de Nueva York que en Wisconsin – nuestro piso tiene que ser aspirado a fondo incluso después de volver a plantar la más pequeña planta. Este proyecto de jardineras de ventana fue una empresa importante para nuestro pequeño espacio. También valió totalmente la pena. Estoy sorprendida por lo mucho que siento cuando veo estas pequeñas flores que prosperan fuera de mi ventana de la sala. Es una una extraña mezcla de sentimientos que trae la nostalgia – como un jardín de emociones inglés, donde la tristeza y la alegría crecen espontáneamente hacia adentro y entre si. Desde que plantamos nuestras jardineras de ventana, ha habido algunas noches de tormenta, y sin embargo las flores siguen estando ahí por la mañana para saludarme con su audaz rosa brillante, amarrillo y naranja. Tengo que decir que a veces me preocupo por ellas, encaramadas tan precariamente “ahí fuera” en los elementos. Son tan frágiles, y de alguna manera tejidas con resistencia para soportar el viento que a veces azota a través del Hudson. Es probable que estén con nosotros hasta finales del otoño, y luego, como todo, se habrán ido. Las flores son por diseño un perfecto recordatorio de lo que es la vida: delicada, hermosa, resistente y temporal. En el primer plano de la vista desde mi ventana de Manhattan, estas flores funcionan como un amortiguador de todo tipo, lentes que alteran la forma en que veo la ciudad detrás de ellas. Me recuerdan a mi madre. Me hacen poner los pies sobre la tierra. Detrás de ellas, el telón de fondo de Manhattan se ve un poco menos intimidante, un poco más suave, un poco más pequeño. Me hace sentir más como en casa.
Leave a Reply